lunes, 3 de enero de 2011

A la arena enlatada la llaman reloj.

Eva comenzó a trepar el árbol sintiendo envidia de la serpiente. Luego encendió un cigarrillo. Se tapó los oídos. Habían llamado señorito al poeta. Lo habían desvirtuado.

El poeta, previsor del tiempo. Con sus entrañas tintadas. Pasando de papel en papel. Nunca bebió de aquella copa. La derramó y miró al pintor.

El pintor, ilustrador de sueños en perpetuo movimiento. Acompañado siempre de sus pinceles. Con olor a disolvente en los dedos. Apuñalaba el lienzo con saña para no acabarlo. No quería dejar de pintar al duende.

El duende, repartiendo suerte a los demás. Ambicionaba con fuerza lo que podía dar y no obtener. Le quemaba rociar con aquel polvo dorado incluso a quien no lo merecía. Quería ser aquel río que observaba el bosque.

El río, caudal de frío y nueva vida. Pasa y pasa y pasa. Recorre los lugares inevitablemente. Con el tiempo. Que se escapó de aquel reloj de arena. Y al resquebrajarse el cristal se hizo eterno.

No hay comentarios:

Publicar un comentario