Sylvia tiene el pelo de un color cobre intenso. Tan intento que cuando el sol se refleja deslumbra a los caminantes. Sus ojos son de un azul profundo y parecen vivir contínuamente un día de lluvia. Veinticuatro horas no son suficientes nunca para todo lo que tiene que sentir, por eso madruga.
Hoy Sylvia se ha levantado tan temprano que ha esperado al sol durante horas. Se ha servido un café tan cargado que no volverá a dormir en años. Pero eso es lo que quiere, en realidad. Se ha duchado con el agua tan caliente que podría haberse ido por el desagüe. Desnuda, se ha mirado al espejo el tatuaje de su vientre. Era demasiado joven cuando se lo hizo, tal vez entendió el significado antes que nadie. Esa serpiente roja y verde se muerde la cola. Es un círculo perfecto. Cerrado. Sin un escape.
Sylvia se viste despacio. Elige la chaqueta blanca, esa que siempre la acompaña cuando algo va a cambiar. Recuerda que hace años, en el mismo lugar, de la misma manera, pensó en el tatuaje. Pensó en aquella serpiente y en el círculo. Cómo todo se movía. En círculos. Pensó que ese día era igual que aquel día y sólo recordar el sentimiento era una carga. Sin embargo, también recuerda que muy poco después todo cambió, y de repente el círculo se separaba un poco para dejar entrar el oxígeno. Y entiendió también que las aguas vuelven a su cauce cuando se está preparado.
Se calza unos tacones que le pesan enormemente, pero son tan bonitos que hoy los necesita. Preciosos. Preciosa. Esa es Sylvia.
Sylvia prefiere ir caminando al trabajo porque tal vez se está perdiendo algo que a la velocidad de un automóvil no puede percibir. Es un gran paseo, pero las aceras están llenas de señales y sabe que un día, muy cercano, se despertará y ahí estará el cambio. Ese cambio. Sólo espera que dentro de muchos años no tenga que despertar pensando en el maldito tatuaje. Aquella verdad que desde muy joven quiso marcar.
Sylvia camina. Todo empieza. Y puede que un día siga en línea recta. Quién sabe.
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