Sylvia se levantó aquella mañana tan importante. Era el día de la audición. Su prueba. Había pasado la noche sin dormir imaginando el momento. Fingiendo gestos en duermevela.
Ni siquiera había pensado qué ponerse. Como siempre en los momentos importantes, no estaba preparada. Pensó en aquel vestido de seda. El vestido lavanda que llevaba el día en que decidió tener valor de presentarse a aquella prueba, su prueba.
Una vez recompuesta, se colocó aquel pañuelo negro transparente sobre la cara, y empezó a decir sus frases una y otra vez, una y otra vez. Las dijo tantas veces que se le olvidaron. Joder. Las había olvidado.
Entonces comenzó a buscarlas en todas partes. Metió la mano hasta su garganta, miró en sus costados, abrió su corazón y no las encontraba, no las encontraba. Con las manos empapadas corrió hacia su cama. La almohada. Era la almohada quien había escrito su guión. Ella lo tenía, lo guardaba.
Algo más tranquila. Se calzó las sandalias como si pensara caminar millas. Como si el metro no la llevará directamente a aquel frío edificio donde interpretaría su guión. Su gran papel.
Sylvia salió a la calle. El aire era mucho más frío de lo que esperaba. Mucho más. Y de repente algo se le movió dentro. Su percepción se alteró. O se agudizó. O lo que fuera. De repente el suelo comenzó a temblar. Todo daba vueltas, y más vueltas. Vuelve a casa, Sylvia. Le decía la voz de un remitente desconocido. Vete a casa. Vete a casa. Vete a casa. Todo el mundo la miraba y cada vez el espacio era más pequeño. Sus pasos eran lentos y la pesadilla pareció durar años, pero Sylvia llegó a su destino.
Ensayó mil poses en el espejo del ascensor. Preparó su voz. Preparó su alma. Preparó su cuerpo. Y una vez en la habitación, miró a los ojos a aquel hombre trajeado, que probablemente fuera el director. Se miraron a los ojos durante unos segundos hasta que él articuló: "eso no hay quien se lo crea".
Sylvia hizo el camino de vuelta sabiendo que algo había cambiado para siempre. Nunca pudo pronunciar sus palabras. Nunca pudo decir lo que necesitaba decir. Le habían abierto una herida que nunca llegaron a cerrarle. Y allí se quedo, parada en medio de la calle, con sus palabras robadas, con el corazón colgando de un hilo y la sangre circulando por inercia. Porque nunca llegó a entender. Jamás. Y sus pies quedaron fijos en el suelo gracias a la gravedad.
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