Luna era una niña extraña. Veía monstruos a plena luz del día y por las noches jugaba dentro del armario. Iba a la biblioteca todas las semanas buscando libros sobre dar vueltas sin marearse. Era la primera en clase, la más inteligente. Leía y leía para tratar de entender el mundo pero siempre terminaba dibujando hipótesis en una gran pizarra.
Qué niña tan extraña. Les pintaba sueños terroríficos en la frente a todas sus muñecas. Escribía mensajes de auxilio en la pared porque la divertía. Luna no era como las demás. Era evidente a los ojos de sus padres, sus amigos, compañeros y maestros. Todo el mundo la miraba de forma especial. Con admiración e inseguridad a la vez.
Pero a Luna no le importaba nada de eso. La diferencia entre esa niña y los demás es que Luna era valiente. Luna no tenía miedo a nada ni a nadie. Se atrevía a vivir y sufrir, a hablar y escuchar, a creer y aprender. Luna no tenía miedo porque sabía que el miedo paralizaba los cuerpos e impedía las vivencias, siempre. Luna siempre era paciente porque era valiente para sentarse a esperar. Luna siempre sonreía porque no tenía miedo a llorar después. Luna era una niña especial, o extraña. Era la niña más fascinante del mundo en el que vivía.
Y cuando se hizo mayor, voló a un planeta nuevo donde no existía la gravedad.
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