Creyó que era Santa Claus al verlo entrar por la chimenea. Luego lo reconoció. Era el viejo dios que se le representaba en sueños. Cada noche, la llevaba por senderos desconocidos, la hacía viajar al fin del mundo y volver con un pestañeo. Nunca soltaba sus hilos. Tal vez nunca le había visto el rostro con claridad. Sabía que era viejo. Sabía que estaba cansado y su sabiduría era evidente en su silencioso diálogo.
Aquella noche vino a anunciarle una incoherente fantasía. A revelarle un destino fascinante y aterrador. No importaba. Era excitante y casi podía tocarlo. Era real y quemaba dentro como el alcohol, de forma grata.
Cada torbellino que sentía se adentraba en sus habilidosas alas. Cada paso que daba la acercaba al sueño y cuando aquel personaje lograba hablar, despertaba con la respuesta en sus dedos. Aún dormidos. Sin liberarse del todo de aquellos hilos dorados con los que tejía cada experiencia nocturna.
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