Un enjambre de palabras pululaba cerca de sus oídos. No escuchaba ninguna, pero sabía lo que decían. Aquellos dedos acariciaban su piel en los abismos del silencio. Como cuando los gatos quedan en suspenso un segundo. Y luego caen con gracia. Hacía horas que había cerrado los ojos. Tal vez años. Siglos. Pero seguía viéndola a través de sus párpados. Nítida. Blanca como la nieve. Preciosa como nada en el mundo.
¿Sentía acaso las estrellas caer sobre la superficie? La noche se adentraba en sus sueños aún siendo consciente. La consciencia era maravillosa. El sueño inminente también, pero ahora no importaba. Si bien la luna miraba con celo por encima de las nubes, sabría que no existían los límites imaginarios. Todo era infinito y empezaba en esos dedos donde terminaba todo.
El tiempo no podía medirse.
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